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La mano que mueve el mundo

En pleno orgasmo, un te quiero.
Como un golpe de puño en la mesa, como un gancho directo a la mandíbula, como una patada en el estómago, como un puñal atravesando el músculo, como todas las verdades que matan apuntando directas a la sien.
Miedo. Todo negro. El puto pánico aniquilando el rojo fuego de mis entrañas.
Mariposas muertas convertidas en larvas devorándose entre ellas, y mi tripa su guarida.
Y en mi cabeza la espiral desaparece, y sólo hay descampados, y la música lejana de aquel día de verbena, y el calor de verano, y sus miradas indecentes, y sus manos, y saliva y desgarrones y risas y gritos y puñetazos y sangre y te quieros obscenos, babosos, horribles.
Sólo soy miedo.
No sé qué mano mueve el mundo, pero estoy segura que la del miedo lo paraliza.

Coitus interruptus.
Otra vez. Esa rigidez en su cuerpo. Esa sensación que me hace sentir que la estoy violando. Que todo esto está siendo contra su voluntad cuando ella ha sido quien ha dado el primer paso. Otra vez esas lágrimas contenidas en sus ojos. Ese llanto ahogado en su garganta.
Con ternura intento acariciarla para que se abra y me cuente qué está pasando. Qué estoy haciendo mal. Pero todo se queda en el gesto. Al ver acercarse mi mano gira la cara, escondiéndola entre las sábanas y ahora sí, ahora sí que rompe a llorar. Salgo de su interior sintiéndome confundido. Extraño. Como si no fuera bien recibido allí. En su casa. En su cama. En sus sentimientos. Dentro de ella.
Sin ser consciente de ello salgo de la habitación con sigilo. La violencia que siento es extrema. La libero estallándome los nudillos contra la pared del pasillo. Dolor. Rabia. Aprieto las mandíbulas y busco mi ropa en el salón. La situación no es nueva, ya nos ha pasado antes y sé qué es lo que tengo que hacer. Murmuro una maldición y cierro la puerta al salir procurando no hacer demasiado ruido.

Dolor. Recuerdos. Sueños rotos. Pesadillas.
Cristales en el pecho.
Miedo. No hay derecho
a vivir siempre así, forzada, de rodillas.

Soy burbuja.
Me acurruco, me abrazo, me vuelvo chiquitita e impenetrable. Soy mi propio búnker, mi refugio nuclear. Soy el caracol desapareciendo en su concha y el erizo recubierto de púas. Prohibido el paso. El letrero de la puerta avisa que el perro muerde, que la zona es radioactiva, y que el peligro es mortal.
No me toques, hijo de puta. No vuelvas a tocarme más. Ni se te ocurra volver a acercarte con tus besos y tus brazos que parecen casa, y con tu sonrisa que a veces me recuerda un hogar. ¿No ves que he tardado años en construir mi muralla infranqueable?
Inspiro, inspiro, inspiro, inspiro. Mi pecho se llena de oxígeno. Espiro. Mis músculos pierden rigidez. Abro los ojos. Por un instante entra la luz por las grietas del muro. Estoy a punto de decirte quédate, por favor, no me dejes sola con ellos, duerme conmigo. La frase muere en mi garganta. Te has ido.

En la calle hace frío.
Estoy en el coche. Me hierve la sangre. Recuerdos. Disparos a quemarropa en el estómago después de comer. Dolor. Tiempo atrás. Cocaína. Alcohol. Noche. Violencia. Ganas de reventar la cabeza al primero que pase al otro lado del parabrisas. Suspiro. Me enciendo un cigarro. Aprieto los dientes. Joder. Impotencia. No entender. Más ganas de partir tabiques nasales a tibiazos. Agarro el volante. Mis nudillos se vuelven blancos. Rechino los dientes. En la guantera medio gramo de aquella vez.
Tentación. Suspiro. Cierro los ojos. Ella. Nosotros. Caricias. Ternura. Y vuelta a esa puta rigidez en su cuerpo. Sus silencios. Sus ojos opacos. Golpeo el salpicadero. La ceniza me cae en los pantalones. La mano derecha me arde. Empieza a hincharse. El hematoma no va a tardar en aparecer. Otro punto más en mi expediente.
Miro por la ventanilla. Su ventana tiene la luz encendida. Trato de serenarme. Contar hasta diez. Uno. Dos. Tres… No puedo. Sigo sin entender. ¿Qué está pasando? Apoyo la nuca en el reposacabezas y cierro los ojos, fantaseando con poder abrir su cabeza y meterme dentro para tratar de ver qué coño está pasando.

Sangre. Rabia. Violencia.
Dientes rotos, dolor ajeno.
Golpes dando de lleno,
de mi venganza su esencia.

Que se apague el fuego de la rabia.
Estoy cansada de luchar en esta guerra absurda de todo el universo conspirando en mi contra.
Ser la única combatiente ha terminado pasando factura.
Un batallón, joder, un puto batallón de frases a quemarropa que me digan a los ojos que todo probablemente saldrá mal, que la hostia es segura, pero que pisaremos las ruinas y brindaremos juntos en el derrumbe y follaremos con los ojos llenos de lágrimas. Y morderemos el miedo. Lo destrozaremos a golpes de vida.
Me agota ser escudo. Ya no soporto más golpes.
Si no estás dispuesto a jugarte a la ruleta rusa la vida, aún sabiendo que la bala lleva tu nombre, no intentes entender qué me pasa.
Pon en marcha el mundo, lleva demasiado tiempo quieto. Grita que matarás a todos los hijos de puta por mí. Borra este miedo. Tampoco pido tanto.

Miedo. Certezas.
A tomar por el culo. Estoy cansado de esta mierda. De no saber qué hacer. De vivir con ese miedo continuo a hacerla daño y no saber qué es exactamente lo que estoy haciendo mal. Salgo del coche. Portazo. Las ventanillas tiemblan. Me la suda. Avanzo deprisa. Las manos en los bolsillos y los ojos brillando. Conozco esa mirada y suele ser el prólogo a la tormenta. El portal está abierto. Entro. Subo las escaleras de dos en dos. Resoplo. El corazón me late deprisa. Hasta aquí hemos llegado, dice una voz en mi cabeza, ensayando lo que voy a soltar en cuanto la vea. Ni un no es por ti es por mí, ni polladas al uso. Al grano. Directo. Certero como una navaja cortando una arteria. Lo que viene después ya no tiene vuelta atrás. Llego junto a su puerta. La aporreo con rabia. Ella abre y entonces…
… entonces te veo tal como eres
no como te proyectas, con tus sombras
silencios y miedos. Esos seres
que en tus pesadillas nombras.
Cojo aire. Te abrazo. Ciego,
dolido por tu mirada, me hundo
viendo morir en tus ojos mi ego
sabiendo que por ti movería el mundo.

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